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Fotografía antigua del café Chicote en Madrid |
El Conde y la Miguela
El Hispano Suiza, su coche
preferido para las correrías en la capital, lo había dejado en la puerta. El
conde entró arrogante en Chicote y
encontró el local como siempre: la barra americana al fondo, las
banquetas alineadas como soldados, la luz tenue, las mesas bajas junto a los
sofás mullidos de color miel. La fauna era escasa: tres damas de la noche de
culo alto en la barra y cuatro señorones de edad indeterminada con la mirada
arrogante de los amos del hambre, los
ganadores del momento.
Se sentó en una mesa muy cerca de la esquina de
la barra. El bigotito, apenas un leve brochazo en su cara redonda y delicada,
lo escondía la luz vaporosa del local. Pese a que había recibido multitud de
parabienes en las últimas horas y aún podía oler el sudor y el perfume de sus
compañeros de correrías ¡Los tienes bien puestos, cabronazo!, se sentía
terriblemente solo.
-¿Va a ser el cóctel de la casa?-
le preguntó solícito un camarero flaco con cara de cordero humillado.
La pregunta del barman le hizo
recordar por un momento otros momentos más relajados; cuando, ufano y altanero,
paseaba su palmito rodeado de alguna mujer de postín por lo mejor de Madrid
para acabar, como era de ley, en Chicote y saborear tranquilo aquel brebaje extraño y elegante
que solo los de su clase sabían tragar con estilo, ya se sabe: un océano de
Grand Marnier, un tercio de vermú rojo y una explosión de ginebra inglesa con
algunas gotas de angostura.
Ahora no tenía el cuerpo para
cócteles. Por eso pidió una copa de aguardiente mientras se miró la camisa de
seda blanca. Se percató, molesto, de un goterón de sangre que había arruinado
el color inmaculado de su prenda favorita.
-¡La Miguela de los cojones, la
muy maricona me ha dejado la cagada de mosca!-se dijo definitivamente cabreado.
Recordó con nitidez el origen de
la mancha: el clavel blanco en el pelo, el rizo femenino, el sombrero volando
en el aire gélido de enero. Después, ya borracho de sangre, las patadas en los riñones, la nariz goteando
como un becerro, el garbo del sarasa transformado en un temblor de miedo.
El aguardiente le había metido fuego
en la garganta y la cabeza, pero la
memoria aún no obturada le dictó obediente
la frase que le propinó al despedirse de aquel guiñapo orgulloso:
-España no es pa rojos ni
maricones.
Aquel fantoche no parecía el
mismo que paseaba su garbo por Fuencarral o la Latina , el que
despertaba la admiración de aquellos que
lo jaleaban con el grito de guerra:
-¡Miguela, Miguela, Miguela!
Más recompuesto, apuró la copa,
se acodó en la barra y vio entrar a un joven falangista, un joven de edad
indefinible que tenía una extraña mezcla de la arrogancia de los vencedores y
la torpeza del provinciano recién venido a la capital. El conde lo miró con el
revés del ojo y le dijo con desprecio:
-¡Hombre, el pazguato de Jorgito!
Jorgito lo saludó solícito con
una extraña mezcla de campechanía, masculinidad y humillado respeto. Apenas si
se atrevió a pronunciar torpemente:
-¿Usted por aquí?
-Apea el tratamiento-le dijo con
suficiencia. Toma una copa a mi cuenta.
Jorgito bebió en silencio junto
al conde hasta que se cansó de oír impertinencias y humillaciones
-Don José me voy a retirar- le dijo,
ya más decidido que al principio, el bueno de Jorgito.
-Apea el tratamiento, por favor,
somos camaradas-le contestó condescendiente y orgulloso.
Con el cuarto aguardiente, la
boca se le soltó y continuó con la retahíla que los hombres de su clase tienen
cuando el alcohol marca su ley y desatasca las palabras metidas en el tuétano
del alma:
-A los míos no les tiembla la
mano cuando hay que demostrar la hombría y el amor a la patria. Uno es golfo
pero sabe calibrar unos valores, tiene una jerarquía.
Jorgito, decididamente
confundido, se sentó junto a las damas de la noche e intentó cuajar una
conversación medianamente coherente con una de ellas, una morena de labios
gruesos que ceceaba con elegancia y miraba nerviosa a los señorones de la mesa
de la izquierda.
Mientras tanto, el conde se
enredó con la quinta, la sexta, la séptima copa. Con la octava enmudeció
definitivamente. La cabeza se le fue al burladero de la finca donde por un momento todo era sangre y un novillero
junto al tendido. El aprendiz de torero era un jovencito de buena figura dando
pases apretados a un cuatreño retinto mientras él, como un mariscal, lo observa
todo en el tendido. El adolescente mira
al tendido y le fija sus ojos de
terciopelo mientras da un natural muy bello. La plaza se llena de calma
y el cuatreño acude con prontitud a la llamada de la capa mientras el aire
apenas mueve una hoja.
En un descuido, cuando los ojos
aún los tiene metidos en la barriga, la bestia le sumerge el cuerno en el
pantalón y lo deja semidesnudo como un pelele. Desde el tendido una voz
cazallera le larga agria:
-¡Hay que fijarse, hay que
echarle más atención!
Al conde la mano le tiembla como
a un adolescente enamorado y deja caer la copa. No es la borrachera que se
adivina en sus ojos lo que lo pone temblón. Es la confusión de recordar lo que
pasó después: cómo notó el corazón acelerarse al ver brotar la sangre sucia del
muslo mientras un mayoral lo metía raudo en el pequeño burladero y le aplica un
certero torniquete con un trapo blanco.
Por un momento, lo recordaba
ahora con una nitidez misteriosa, sintió celos del viejo mayoral. Confuso, bajó
al tentadero en busca del novillero. El muchacho parece muy afectado y observa
al conde arrebatado por la vergüenza y el orgullo.
El muchacho, con la valentía
metida en los nervios, vuelve al pequeño albero de la plaza de tientas. Orgulloso,
cita con las piernas muy juntas y el toro acude como un perro obediente a la
llamada del capote. El miedo, como un vómito, llena su cuerpo de un extraño
regusto. La calentura se aplaca cuando siente muy cerca el jadeo del toro, el
rítmico vaivén de la respiración en los costillares, la fiebre de su cuerpo
suave y duro como una hembra en celo. El muchacho se distancia de la bestia, lo
mira altanero y vuelve a citarlo.
En la barrera, el conde,
tembloroso como un muchacho, logra sobreponerse y le grita al novillero:
-¡Échale hombría!
Todos callan. El silencio es una
losa metida en el cuerpo del novillero.
El toro se arranca con un ronco
mugido. El muchacho junta las piernas, desmaya la mano izquierda y brinda para
sus adentros:
- Conde, va por ti.
En el salón de Chicote un hombre
de aspecto elegante se sienta en una esquina de la barra. Pide el cóctel de la
casa, ya sabemos: un océano de Grand Marnier, un tercio de vermú rojo y una
explosión de ginebra inglesa con ciertas gotas de angostura. El nuevo habitante
del local mira en el sofá caoba de la derecha a un sujeto derrotado. Tiene en
la cara un bigotito, apenas un leve
brochazo en su cara redonda y delicada, que casi lo esconde la luz vaporosa del
local. De su boca, como un espasmo, salen palabras inconexas que el alcohol aún
no ha sido capaz de taponar. Palabras que se repiten atropelladas: España,
hombría, rojos, guerra, honor, dignidad, maricones,…
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