La niña corría por aquellos campos, disfrutando de su juventud, libre de preocupaciones y problemas, hasta que la sombra de su madre se acercó a hacer una foto de este momento que, mucho tiempo después, sería olvidado. La niña dibuja una sonrisa en su rostro.
Esta foto fue posteriormente impresa a color y guardada en un álbum de fotos olvidado durante exactamente 31 años, en un cajón al que no le llegaba la luz del sol.
La niña de aquella imagen, 17 años más tarde, tuvo un hijo y 14 años después, fue sacada la foto de aquel viejo álbum de fotos. Su hijo, el que la había sacado, se quedó observándola casi embobado. Al tiempo, el niño vio que su madre en esa foto, tenía su edad.
Esto al joven le hizo darse cuenta de cómo fue la niña que hoy en día conoce como su madre. El cambio de una adulta con muchas responsabilidades, fuerte y madre de dos hijos a una simple niña en la flor de su juventud, sin preocupaciones ni pensamientos que no fueran la felicidad.
También le hizo fijarse en lo horrible que es madurar, dejar de lado todo lo que tenías por pensamientos y verdades que a largo plazo lo único que hacían era perjudicar.
Aquel niño comprendió la facilidad que tenemos para almacenar memorias, es casi como viajar en el tiempo. Recordar con exactitud lo que pasó y, con tan solo una imagen, percibir y sentir perfectamente todo lo que ocurrió y que todo aquello eran sus orígenes y que si él vive es por todo lo que pasó.
El adolescente sintió nostalgia de algo que pasó 19 años antes de su nacimiento. El chico entendió de lo inevitable y efímera que es la juventud.