Fue entonces cuando lo vimos. Un ejército japonés de treinta mil
soldados armados. Todos cabalgando directamente a nosotros,
montados a caballo. Sus armas, afiladas. Su armadura, reluciente.
Sus rostros, sedientos de sangre. Acercándose cada vez más.
Listos para el combate. El mensaje que recibimos antes no era una
burla. ¡Realmente iban a atacar! El campamento entero entró en
pánico. Altrán y yo nos quedamos los dos paralizados con miedo.
Ya no había tiempo para evacuar el área. O luchábamos, o
perdíamos nuestras vidas. Pero creo que ambos sabíamos que daba
igual lo que eligiéramos. Íbamos a morir igualmente.
Él comenzó a rezar. Rezó que lo que habíamos visto era solo un
mal sueño. Rezó que todo iría bien, que sobreviviría esta batalla, y
que volvería a ver a su familia. Ya sabía que no ocurriría, pero,
¿qué más podía hacer? Yo nunca me consideré un hombre
religioso, pero en ese momento de incertidumbre absoluta, yo
también me puse a rezar. No sé por qué. Pero recé.
En ese momento, nuestro general subió por la escalera. Estaba
frenético.
“Pero, ¿qué hacéis? ¡Id con el resto, cerrad las entradas!”, nos
gritó.
Sin ninguna antelación, bajamos corriendo a la valla y empezamos
a cerrar las endebles puertas. No creo que hubiesen sido suficiente
para pararles, pero algo teníamos que hacer.
Una vez cerradas todas las puertas, nos equipamos con todo lo que
pudimos, y nos preparamos para nuestra última batalla. Altrán y
yo cogimos unos arcos, quizá para disparar a algún jinete japonés,
o su caballo. No lo sé. No harían mucho, pero nos pillaron tan
desprevenidos, fueron nuestra única esperanza para contraatacar.
Una vez todos nos colocamos, comenzamos a esperar. A esperar
nuestro fin…”
- Basta. Ya es suficiente. - Dijo al fin el hombre al otro lado de la
mesa, quien había escuchado tan atentamente mi relato hasta
ahora.
- Todo esto es muy interesante, pero necesitamos que nos cuentes por lo que te trajimos hasta aquí para responder. El ejército mongol no
fue derrotado en 1278. No hay ningún rastro de la batalla que nos
estás contando, ni el campamento que dices haber protegido.
Necesitamos saber lo que ocurrió aquel día. Por qué seguís con
vida, y cómo llegasteis aquí. A este lugar. 800 años después de
vuestra época.
Me callé. En realidad, no sabía cómo responder. ¿Qué se supone
que le debía decir? ¿Que “recé” que los cielos nos salvasen, y que, en un único instante, nos despertamos todos aquí? ¿En las calles
grises y mugrientas de este reino?
¡Ni siquiera yo sabía lo que ocurrió!
Tras mucha deliberación, abrí por fin los labios, y le dije, abatido:
- No lo sé. Lo siento.
David, me gusta mucho tu texto, porque está bien escrito, porque tiene intriga y misterio hasta el final. Es lo primero que te leo de este tipo pero espero que no sea lo último, pues verdaderamente escribes muy bien. Ánimo y a seguir.
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