ABANDONO
Como cada día, me miré en los restos de lo que , en un momento, había querido parecer un espejo. Dejé resbalar mi esquelética mano por entre los huesos de mi cara (poca carne quedaba ya asida a ellos). De camino al cuello, se pararon en el mentón, donde percibieron el tacto áspero y espinoso de mi leve barba.
Seguí intentando recomponer mi desdibujada silueta entre los cristales rotos, haciendo lo posible por peinar mi pelo canoso, rebelde y sucio antes de salir a la calle.
Después, le eché un rápido vistazo a mi ropa o, más bien, lo que quedaba de ella. Aún servía para hoy.
A cada paso, las botas se me inundaban del agua del charco que dejaba pasar la boca entreabierta de la suela. No era el mejor calzado del mundo pero, dado que la otra opción eran los calcetines, mis viejas botas me parecían unos confortables aunque húmedos peluches en los pies.
Fui a abrir la puerta de la caseta, pero me asedió un repentino pinchazo en la mano. La herida de la muñeca, la que me hice buscando algo que echarme a la boca, aún no había cicatrizado. En ese momento maldije el dichoso Alzheimer. Por su culpa, a duras penas recordaba mi nombre.
Comenzó con pequeños lapsus, a los que no daba importancia, hasta que fueron a más. Llegué a olvidar a mi mujer, la persona que había estado cuarenta años a mi lado. Y no pude hacer nada; simplemente, me abandoné.
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