El morisco
dispuso una alfombra de esparto en el tocón de un olivo. Con parsimonia, fue
colocando lo que iba sacando de una alforja negra: un puñado de higos secos,
unas nueces, almendras, un pequeño cuenco de col con alcaravea y un trozo de pan
de centeno.
Miró a lo alto de la colina y vio un
viajero sobre un mulo negro que bajaba con cuidado por un sendero empinado. El
viajero se fue acercando hasta que nuestro morisco lo vio con nitidez: era alto
y vestía una túnica oscura. Más de cerca, pudo ver que era un fraile de mediana
edad que miraba con fijeza aquella mesa
humilde.
El morisco se fijó en el crucifijo
de plata del fraile e hizo lo que aquel jinete le inspiraba: sacó de la alforja
un trozo de tocino rancio, lo colocó en el centro de la alfombra y con voz
clara le dijo:
-¿Gusta usted de esta humilde mesa?
El fraile miró aquellos ojos negros
y vio en ellos retratado el miedo. Miró el cielo azul, escuchó la algarabía de
los vencejos y recordó las palabras hermosas de aquel sabio murciano que dijo
que el paraíso acogería eternamente a todas las criaturas.
Gabriel García Rosauro, profesor de Geografía e Historia
Gabriel, Ágora Goya se complace en acoger tus microrrelatos, tus relatos largos, tus obras de teatro, etc. Siempre nos sorprendes con tus sugerentes historias. ¡Adelante, ínclito compañero!
ResponderEliminarMe ha fascinado este relato que has hecho, uno de los mejores que he leido ;te doy mi enhorabuena.
ResponderEliminar