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Al día siguiente, después de la misa, no se
detuvo en el pequeño altar para encender los cirios de siempre. Llegó a casa y
observó a través de la puerta entreabierta a su marido trabajando en el
despacho. Lo saludó y la respuesta fue un chisporroteo gutural que era, una vez
más, la muestra de su estado de ánimo. No le sorprendió la indiferencia del
marido, no era la primera vez que notaba el abandono, la falta de respeto.
Fue
directamente a la habitación y se
desnudó. Sintió la soledad como una pesada losa y en el pecho un ligero
escalofrío. Se miró veladamente en el espejo y se encontró aún bella. Tenía un cuerpo pálido que la luz de mayo sabía iluminar, unos pechos hermosos, aún
ajenos a los avisos de la vejez. Toda la habitación se llenó del perfume
de su cuerpo; un olor que iba contra sus propios pensamientos. Rápidamente se tapó
y le volvió, como tantas veces,
el sentimiento del pecado, la vergüenza sucia
y triste, como cuando sentía a
los hombres mirarla en las procesiones
con su velo negro y el escapulario sobre el pecho; un placer hermoso que esquivaba con un ligero temblor íntimo.
Nerviosa, rezó, como siempre hacía, aquella jaculatoria a la que siempre acudía
en sus momentos de tristeza y confusión:
“Yo estoy fija con Jesucristo en la Cruz, y su preciosa carga me
hace más dichosa cuanto más me mortifica”.
Tuvo
ganas de llorar de desamparo. Ni su marido, hombre práctico y ajeno a sus devociones, ni su hija Consuelo,
demasiado apegada a sus amoríos recién estrenados, podían entenderla. Volvió,
ya vestida, a mirarse en el espejo del recibidor. Recompuesta de la espina del
pecado, percibió lo que su marido veía: tenía edad. Tenía la piel tersa, pero
tenía edad. Se vio como lo que era: la madre de una hija que comenzaba a
espigarse y la esposa de un hombre embadurnado por el desengaño de los
cincuentones.
Para
calmar su zozobra, decidió hablar con el párroco. El respeto, quizás el recelo,
le decía que no podía contar estos últimos sentimientos a don Isidoro. Con el
coadjutor debía demostrar firmeza de fe, resolución y decisión para llevar
hasta las últimas consecuencias el ardor de sus creencias sin ninguna
vacilación, como cuando era jovencita y demostraba en las vigilias de la Adoración Nocturna
que no tenía ningún pudor en mostrar su fe ante los descreídos que la espiaban.
La fama
del párroco, don Rafael, hombre
comprensivo y algo despistado, le animó decididamente a una confesión
que tenía mucho de desahogo.
-¿Qué
aflige tu alma?-preguntó el sacerdote con dulzura.
La mujer se apuró ante tanta ternura
y tardó un largo minuto en recobrar el habla.
-Siento la venida de un gran pecado
al pueblo- respondió emocionada.
D.
Rafael estaba habituado a las exageraciones de las almas devotas como Josefina, por eso simuló asustarse ante la
sinceridad de la confesión:
-¿Cómo
es que viene un gran pecado? – volvió a preguntar curioso.
La mujer, con voz temblorosa, fue desgranando
sus temores: las advertencias y conminaciones de don Isidoro, las noticias de
las escuelas laicas de Murcia, el aviso de la hija del Parras, el papel que le
entregó al sacristán, los desprecios del
marido y mil sentimientos más.
Después
de oír las tribulaciones que afligían a la mujer, el párroco respiró tranquilo
y confirmó que aquello era una de tantas obsesiones pías de aquella mujer que, como tantas otras,
buscaba la máxima rectitud en sus relaciones con Dios. La tranquilizó y le
aconsejó que no atormentara su alma con asuntos que no irían a más. Tuvo que
recurrir a frases que sabía lograrían calmarla:
-El
demonio huye de las mujeres piadosas como tú o esta otra: ¡que siempre te
encuentre el demonio rezando!
La
mujer, más apaciguada, tragó saliva y pensó en la paz del cielo, aquella dicha
que de pequeña había oído tantas veces en ejercicios espirituales y sermones.
Sin percatarse, por una extraña inercia inclinó el cuello, sumisa como una
niña.
El cura
le dio seguidamente la absolución y por un momento la paz se hizo dueña del
corazón de Josefina.
Nuevo relato de Gabriel García Rosauro
(Profesor de Ciencias Sociales, Geografía e Historia)
Creo que hice un comentario a este texto y no sé qué ha pasado. Quería decirle a Gabriel que me ha encantado este texto que nos lleva a la novela realista y psicológica del XIX. Me ha llamado mucho la atención una expresión metafórica para describir a un marido de unos cincuenta años:" un hombre embadurnado por el desengaño de los cincuentones". Aquí habría mucho que hablar ¿no? Un saludo.
ResponderEliminarAcabo de leerlo. Sólo diré que me encanta. Pocas palabras bastan para expresar admiración. Gracias por escribir, Gabriel.
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