lunes, 14 de abril de 2025

Vargas Llosa y el ‘boom’: la extinción de los bárbaros

 Jordi Gracia, 14-4-25

Nunca hemos sabido tan bien como ahora lo auténticamente bárbaros que fueron hace más de medio siglo dos docenas de escritores de múltiples países de América Latina. Apenas había similitud alguna entre ellos, aunque todos fuesen herederos e hijos intelectuales de otro puñado de nombres anteriores sin vínculo demasiado fértil con España (con la salvedad quizá de tres poetas, Rubén Darío, Pablo Neruda y César Vallejo, y un cuentista precoz con pocos y malos recuerdos españoles como Jorge Luis Borges). El fenómeno fue insólito incluso para un medio tan aficionado a ofrecer cosas insólitas como la novela: tiene algo de ensueño el inventario informal y caprichoso de títulos que hoy andan pegados con cola a las manos de los lectores sin que les pese el tiempo, aunque sí la moda. La ventaja (o quizá la desventaja) de quienes lleguen hoy a las páginas de Conversación en la Catedral, o de Los pasos perdidos, o de Tres tristes tigres o de Cien años de soledad o de El perseguidor o de Pedro Páramo, es que tendrán acceso a una información rebosante e inabarcable sobre autores que los españoles del franquismo decrépito y la titubeante democracia empezaron a leer sin tener ni idea de nada, ni de dónde venían ni de quiénes eran en sus respectivos países. Leer a un colombiano vestido con mono de mecánico dejó de ser una extravagancia para ser el placer de una obligación y escuchar la cadenciosa lengua peruana de Vargas Llosa se hizo rito feliz que cualquiera podía trenzar con la gangosa voz de Cortázar y sus laberintos de ingenio y ternura sin miedo a perder el tino entre la lujuria de la lengua que gastaba Cabrera Infante.

Ese estruendo de talento literario llegaba a las editoriales de un país asfixiado de protocolos y formalidades embusteras, de hipocresías insondables y miedos pandémicos y muy justificados: los barrieron todos, hicieron limpieza en la intimidad turbada de infinidad de españoles que entendieron mejor desde entonces dónde estaba de veras el poder y la imaginación. Con ellos llegó la libertad hiperbólica de una ficción ilimitada y furiosamente consciente de su capacidad de cambiar el mundo poniendo en orden las palabras y con el coraje de la invención: sin lecciones, sin sermones, sin moraleja. E hicieron dinero, mucho dinero, y quizá por eso cambiaron también las reglas de funcionamiento del entero mercado literario de entonces y las relaciones contractuales con los editores (con el concurso necesario y revoltoso de la agencia de Carmen Balcells).

Gabriel García Márquez, Jorge Edwards, Mario Vargas Llosa, José Donoso, y Ricardo Muñoz Suay, junto a Carmen Balcells en casa de la «superagente» durante la despedida de Vargas Llosa en 1974.


Hoy son todos nuestros, pero nuestros de verdad: quiero decir que a nadie se le ocurre que no pueda ser cualquier de ellos -también Adolfo Bioy Casares, Alfredo Bryce Echenique, Manuel Puig o Manuel Scorza: es que es de veras una lista de bárbaros interminable- patrimonio vital de una lengua y sus lectores, con sus giros, sus modismos, sus enigmas y sus manías. Hacer nuestra la literatura de una multitud de países de habla española es el privilegio inaudito que vivió el indigenismo español, tan celoso de su mismidad esencialista, tan receloso entonces de una extranjería que desmintieron centenares de miles de lectores. Y muchos anduvieron por aquí, claro: el gran novelista político que fue Vargas Llosa intimaba sin reservas en Barcelona con el delirio organizado y sensual de García Márquez sin que la comicidad erótico sentimental del mago Cortázar se sintiera fuera de lugar, ni desde luego José Donoso perdiese valor por haber perdido la silla en el club restringido de una marca, boom, que funcionó como catalizador publicitario de otros escritores de menor relumbre pero tan respetables como Mauricio Wácquez o como Severo Sarduy, como Copi o como Cristina Peri Rossi.

Sus libros inéditos, sus cartas privadas, sus manuscritos y sus obras maestras viven el privilegio de la era de internet. La chavalería que hoy descubra incrédula los cuentos de Cortázar o las novelas de Vargas Llosa, los fabulosos diarios y los cuentos de Julio Ramón Ribeyro, las encrespadas pesadillas de José Donoso o el rumiar agónico de Ernesto Sabato quedará cautiva de una adicción sin salida humanamente posible. Yo los conozco y sé que la tiranía de la gran literatura funciona exactamente igual con el Instagram abierto en el móvil que sin él: banalizar el poder de la ficción es empezar a perder el sentido de la realidad porque puede más la literatura que Instagram y TikTok juntos, aunque hayamos olvidado tantos de nosotros la pasión furiosa que aquellos libros sembraron en nuestras cabezas y el modo en que el narcótico funciona cuando la piel es todavía sensible y los ojos leen con ojos de leer, como dice una amiga, porque es la única manera de leer, muriéndose de gusto y sin energía para matar la voracidad. Ahora está pasando, aunque no lo veamos ni lo oigamos: esa es la causa mayor de la gratitud civil que España debe a una literatura que ni pudo emular ni pudo eludir. Solo la movilización masiva de los lectores, y no ninguna campaña de márketing o de propaganda o de cualquier desvarío de los aducidos a menudo, está detrás de la buenanueva de la invasión de los bárbaros latinoamericanos, casi al instante convertidos en iconos ambulantes de un mundo irresistible.

No asalta, pues, melancolía o nostalgia alguna tras la desaparición de uno de los grandes de un mundo que ya no existe porque el don de la resurrección es instantáneo y accesible en un click o un trayecto de metro a la librería. Hoy es más bien el día de la celebración del talento excepcional para la novela repartido entre múltiples acentos argentinos o cubanos, colombianos o mexicanos, chilenos o nicaragüenses, sin que haya escritoras equiparables a los bárbaros titulares. Lo peor que a algunos se les podrá ocurrir decir hoy, y esa sí sería una burbujeante fuente de melancolía, es que casi todos ellos fueron demasiado tíos, ultratíos, megatíos sin complejos ni aprensión por serlo. El reproche será justo, anacrónico y concienzudamente irrelevante. O, mejor, que se lo pregunten a la chavalería incrédula y cautiva bajo sus páginas.

Muere Mario Vargas Llosa, gigante de las letras universales, El País, 14-4-2025

 El novelista peruano Mario Vargas Llosa ha fallecido este domingo en Lima, según han informado sus hijos Álvaro, Gonzalo y Morgana en un comunicado en el que no se daban más detalles sobre la enfermedad grave que padecía desde 2019. Nacido en Arequipa el 28 de marzo de 1936, el premio Nobel de Literatura de 2010 acababa de cumplir los 89 años. Autor de obras fundamentales como Conversación en La Catedral, La ciudad y los perros o La fiesta del Chivo, fue uno de los escritores más importantes de la literatura contemporánea en cualquier lengua. Novelista, ensayista, polemista, articulista y académico, Vargas Llosa pasará a la historia como un extraordinario narrador y un influyente intelectual a la antigua usanza, es decir, anterior a las redes sociales.

“Su partida entristecerá a sus parientes, a sus amigos y a sus lectores, pero esperamos que encuentren consuelo, como nosotros, en el hecho de que gozó de una vida larga, múltiple y fructífera, y deja detrás suyo una obra que lo sobrevivirá. Procederemos en las próximas horas y días de acuerdo con sus instrucciones”, señala el comunicado de sus hijos. “No tendrá lugar ninguna ceremonia pública. Nuestra madre, nuestros hijos y nosotros mismos confiamos en tener el espacio y la privacidad para despedirlo en familia y en compañía de amigos cercanos. Sus restos, como era su voluntad, serán incinerados”, añaden.

En octubre de 2023 publicó su última novela, Le dedico mi silencio, que se cerraba con un escueto colofón en el que anunciaba su adiós a la ficción. Dos meses más tarde se despedía también del columnismo periodístico, es decir, de su Piedra de toque, la tribuna que desde 1990 publicaba quincenalmente en EL PAÍS. Esos artículos eran la demostración de su inagotable curiosidad intelectual y de su afán por intervenir en todos los debates sociales y políticos de la actualidad. En ellos, como en algunos de sus ensayos, aparecía ese Vargas Llosa progresista en lo moral, pero neoliberal en lo económico que desconcertaba (y hasta irritaba) a los miles de admiradores de sus novelas.

Mario Vargas Llosa, durante una entrevista con EL PAÍS en septiembre de 1982.

Fue su compromiso político conservador el invocado durante años para explicar la tardanza en recibir un galardón para el que parecía predestinado: el Premio Nobel de Literatura. En 2010, justo cuando había desaparecido de las apuestas, la Academia Sueca lo despertó de madrugada en Nueva York —era profesor invitado en Princeton— para anunciarle que por fin se le había concedido la medalla más codiciada de las letras universales. ¿La razón? “Por su cartografía de las estructuras del poder y sus afiladas imágenes de la resistencia, la rebelión y la derrota del individuo”. Tenía 74 años y acababa de mandar a la imprenta una novela sobre el colonialismo salvaje asociado a la explotación del caucho: El sueño del celta.

Desde que debutó con 23 años con un volumen de cuentos —Los jefes (1959)—, no había dejado de escribir y publicar. Sin embargo, para encontrar una de sus grandes obras de ficción en el momento del Nobel había que remontarse una década atrás, hasta La fiesta del Chivo (2000). En cierto modo, aquella novela basada en hechos reales sobre la tiranía del dominicano Rafael Leónidas Trujillo era su tardía contribución a la oficiosa conjura de los autores latinoamericanos para retratar las dictaduras del subcontinente. Gabriel García Márquez (El otoño del patriarca), Miguel Ángel Asturias (El señor presidente) o Augusto Roa Bastos (Yo, el Supremo) le precedieron en la tarea.

Vargas Llosa fue parte fundamental del estallido global —el famoso boom— de la literatura latinoamericana desde que en 1963, siendo apenas un veinteañero, ganó con La ciudad y los perros otro premio, el Biblioteca Breve, convocado por la editorial barcelonesa Seix Barral. La inspiración le llegó desde su propio pasado: la adolescencia en el Colegio Militar Leoncio Prado de Lima, un sórdido lugar en el que lo internó su padre para sacarlo de la mansa órbita de la familia materna.

De hecho, la reaparición de su colérico progenitor, al que durante años creyó muerto, supuso el traumático fin de una plácida infancia transcurrida en Cochabamba (Bolivia) y en Piura, en el norte del Perú. No en vano, fue el momento de la resurrección paterna el elegido por el escritor para abrir sus memorias, El pez en el agua. Las publicó en 1993, tres años después de que Alberto Fujimori lo derrotase en las elecciones presidenciales. Aquella frustración política ocupa los capítulos pares de un largo relato que se completa en los impares con la educación literaria y sentimental del autor: desde que en 1957 viaja a París por primera vez gracias a un concurso de cuentos hasta el día en que acude a una perrera para rescatar al Batuque, un “chucho” que le habían regalado. Allí contempló una escena de brutalidad contra los animales de la que tuvo que recuperarse en el primer “cafetucho” que encontró: La Catedral. En 1969, ese episodio abriría Conversación en La Catedral, cuyo arranque entró instantáneamente a formar parte de la historia de la literatura: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”.

Vargas Llosa, en su domicilio de Madrid, en 2006.

Esa novela fue la primera que redactó como escritor profesional gracias a una figura decisiva en su carrera literaria: Carmen Balcells. Instalados en Londres desde 1966, el novelista y su familia vivían con lo justo gracias a las clases de literatura que él impartía en el Queen Mary College cuando la agente literaria le ofreció un sueldo a cuenta de los derechos de aquella obra maestra en marcha. Con una condición: que se instalase en Barcelona y se dedicara exclusivamente a escribir. Fue lo que hizo entre 1970 y 1974, periodo en el que coincidió en la capital catalana con otro futuro Nobel, García Márquez, sobre el que escribió un estudio de referencia —Historia de un deicidio— y al que le unió una estrecha amistad que acabó rota por un episodio sin aclarar que terminó con Vargas Llosa poniendo un ojo morado a su colega.

Lima, Madrid, París, Londres y Barcelona forman la cartografía vital de un hombre al que le iba como un guante la etiqueta de escritor universal. Bebió de todas las fuentes y participó en todos los debates. Si su maestro literario fue Flaubert —del que aprendió que adonde no llega el talento llega el esfuerzo—, su primer referente ideológico fue Jean-Paul Sartre. Con el tiempo bromearía con su apodo de juventud —el sartrecillo valiente—, pero durante años creyó ciegamente en el compromiso del escritor a la manera teorizada por el filósofo francés. La muerte ha truncado su último proyecto literario: un ensayo sobre su obra.

En 1971, a raíz del caso Padilla, rompió con la revolución cubana —otro de sus fervores— y con el comunismo. A partir de entonces sus influencias soplaron desde la orilla opuesta: un liberalismo político forjado por pensadores como Karl Popper, Isaiah Berlin o Raymond Aron que en lo económico se tradujo en el neoliberalismo de Margaret Thatcher, cabeza visible de la revolución conservadora que triunfó en los años ochenta del siglo XX y tuvo su momento icónico en la caída del Muro de Berlín.

Más de una vez recordó Vargas Llosa, con la ironía soterrada que le caracterizaba, que en la casa de su infancia la definición de liberal la dio su abuela Carmen: “Alguien que no va a misa y que se divorcia”. En una de sus últimas entrevistas de televisión, grabada para el programa de su amiga Mercedes Milá, el Nobel peruano explicó que la familia era para él símbolo del orden, y que lo suyo fue siempre “la aventura”. En efecto, su vida sentimental estuvo atravesada por grandes pasiones que se desarrollaron contra todas las convenciones burguesas: con su tía Julia, 10 años mayor que él; con su prima Patricia, madre de sus tres hijos (Álvaro, Gonzalo y Morgana); o con Isabel Preysler, a la que se unió en 2015, cuando contaba 79 años. Rompieron con cierto escándalo en diciembre de 2022.

Mario Vargas Llosa

En posesión de todos los galardones posibles (del Cervantes al Nobel pasando por el Princesa de Asturias, el Rómulo Gallegos y hasta el Planeta), Mario Vargas Llosa fue miembro de la Real Academia Española (sillón L), corporación en la que ingresó en 1996 con un discurso sobre Azorín al que respondió Camilo José Cela. En noviembre de 2021 se convirtió también en uno de los “inmortales” de la Académie Française pese a no haber escrito una sola línea en la lengua de Molière. “Yo aspiraba secretamente a ser un escritor francés”, dijo en febrero de 2023 al comienzo de su discurso de ingreso en una ceremonia a la que acudió el rey Juan Carlos.

Acostumbrado desde joven a acumular distinciones, siempre dijo que su gran objetivo era no convertirse en estatua. En 2019, cuando parecía que ya no escribiría nada a la altura de sus grandes novelas, publicó la soberbia Tiempos recios, basada en la intervención de la CIA para derrocar —en 1954 y con falsas acusaciones de comunismo radical— el Gobierno tibiamente socialdemócrata de Jacobo Árbenz en Guatemala. La obra se cierra con un párrafo en el que Vargas Llosa, anticastrista acérrimo, demostraba que antes que enemigo de Fidel Castro era amigo de la verdad. La lección guatemalteca, reconocía, llevó a la Cuba revolucionaria a aliarse con la Unión Soviética para “blindarse contra las presiones, boicots y posibles agresiones de los Estados Unidos”. En su opinión, “otra hubiera podido ser la historia de Cuba” si EE UU hubiera aceptado antes la “modernización y democratización” de la Guatemala ensayada por Árbenz. Ese reconocimiento fue una de las últimas lecciones intelectuales de un escritor indiscutible al que le encantaba discutir. Y que siempre afrontó el debate ideológico sin rastro de cinismo.

Para él, escritura y política siempre fueron dos caras de la misma moneda: la de la libertad individual. A costa incluso de la justicia social. Por eso remató su discurso del Nobel recordando que “las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad”. La lectura, añadió, inocula la rebeldía en el espíritu humano: “Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible”. Y en su caso, algo más: ser inmortal para sus lectores.


Un cruce entre Gustave Flaubert y Victor Hugo, Javier Cercas. El País, 14 de abril de 2025

 



Mario Vargas Llosa dijo alguna vez que de joven soñaba con ser un escritor francés. Pues bien, si yo tuviera que resumirle hoy a un lector francés qué ha significado Vargas Llosa en nuestra cultura, diría lo siguiente: un cruce entre Gustave Flaubert y Victor Hugo. De Flaubert poseía Vargas Llosa la disciplina obsesiva y la extrema sofisticación formal (que combinó con la de William Faulkner, hechas las sumas y las restas su escritor favorito); de Victor Hugo, la ambición descomunal y la abrumadora presencia pública. Lo cierto sin embargo es que resulta muy difícil hacerse ahora mismo cargo del tamaño de este hombre que acaba de fallecer en Lima, a los 89 años. En realidad, la forma más simple de hacerlo, y acaso la más exacta, es hacer un recordatorio elemental: a los 26 años, Vargas Llosa publicó La ciudad y los perros; a los 30, La casa verde; a los 33, Conversación en La Catedral. Esto significa que, si Vargas Llosa hubiera muerto con menos de 35 años, justo después de haber publicado la última de esas tres obras maestras, no hubiera habido más remedio que considerarlo como uno de los mejores novelistas de nuestra lengua.

El problema —el problema para los escritores que venimos después de él, claro está, la inmensa mayoría de los cuales parecemos a su lado enanitos— es que más tarde publicó cosas como La tía Julia y el escribidor, como La guerra del fin del mundo o como La fiesta del Chivo, novelas que están a la altura de las primeras que publicó, o casi. Más aún, el problema es que, cuando Vargas Llosa parecía un novelista menor, en realidad era un novelista mayor, sobre todo si se lo compara con los demás novelistas de su época: lean Historia de Mayta, por ejemplo, o Travesuras de la niña mala, y comprenderán de qué hablo. En resumen: es muy difícil encontrar un novelista de nuestra lengua —o un novelista a secas— que haya escrito un conjunto de novelas como el que escribió Vargas Llosa.

Lo que acabo de escribir es lo esencial; todo lo demás resulta casi anecdótico. Es un hecho que, aunque ante todo fue un novelista, Vargas Llosa fue también muchas otras cosas; entre ellas, un gran ensayista literario. Se trata de una faceta de su obra mucho menos conocida que otras, pero lo cierto es que, salvo tal vez Milan Kundera, ningún novelista ha elaborado en las últimas décadas una teoría tan coherente, poderosa y persuasiva acerca de la novela y de la labor del novelista; los libros sobre García Márquez, Flaubert o Victor Hugo, o los ensayos contenidos en La verdad de las mentiras o en los diversos volúmenes de Contra viento y marea (incluso un librito de apariencia anecdótica como Cartas a un joven novelista) dan ganas de asentir a esa máxima que asegura, tal vez injustamente, que en realidad los mejores críticos literarios son los propios creadores.

Por lo demás, no hay duda de que, sobre todo en sus últimos años, el Vargas Llosa público —el Vargas Llosa político— oscureció al Vargas Llosa creador, como a su modo le ocurrió a Victor Hugo; es lamentable, pero también natural: para determinadas personas, era más satisfactorio —y desde luego más fácil— abominar de Vargas Llosa por no sé qué opinión más o menos desafortunada que leer las casi 700 páginas de Conversación en La Catedral, o simplemente las más de 300 de La llamada de la tribu, su último gran ensayo político, dedicado a examinar la obra de los pensadores que más influyeron en él, de Adam Smith a Isaiah Berlin, pasando por Ortega y Gasset o Karl Popper. Pero, si hubieran leído sin prejuicios este último libro, algunos de sus apresurados detractores hubieran advertido que Vargas Llosa era en muchos sentidos mucho más progresista que tantos que se llaman a sí mismos progresistas, y sobre todo que era ante todo un demócrata radical, que es lo que cualquier demócrata debería ser. Y, si esas personas hubieran leído la obra de Vargas Llosa de principio a fin —una de las experiencias más gratificantes en las que puede embarcarse un lector de nuestra lengua—, se habrían dado cuenta de que, al margen de los aciertos y los errores que cometió, como intelectual Vargas Llosa podría perfectamente definirse con las palabras que Lionel Trilling empleó para definir a George Orwell: era “a virtuous man”, un hombre virtuoso.

Recuerdo a este propósito la última vez que lo vi, en su casa de Madrid, en compañía de mi amigo Héctor Abad Faciolince. Pasamos la tarde hablando de literatura, y en algún momento Mario nos mostró un ejemplar de la primera edición de Madame Bovary, su novela fetiche, aquella que, según confesión propia, le convirtió en el escritor que fue; hacia el final, inevitablemente, hablamos de política. Fue entonces cuando Héctor le formuló una pregunta que yo nunca me habría atrevido a formularle, sobre todo a aquellas alturas de su vida. “Mario”, le dijo Héctor, “¿no crees que las críticas brutales e injustas que recibiste de la izquierda latinoamericana por tu alejamiento de la Cuba de Castro y del comunismo te hicieron acercarte demasiado a la derecha?”. La respuesta de Vargas Llosa fue un ejemplo perfecto de su probidad intelectual: “Puede ser”, dijo.

Pero todo esto en el fondo son minucias. Pocos se acuerdan hoy de lo que ocurría en la Francia de Flaubert y Victor Hugo, y mucho menos de quienes la gobernaban, pero todos seguimos leyendo Madame Bovary y Los miserables; pocos se acordarán en un futuro próximo de lo que está ocurriendo ahora mismo en Latinoamérica o en España, y mucho menos de quienes las gobiernan, pero durante largos años seguiremos leyendo La ciudad y los perros La casa verde. Al menos en el ámbito de nuestra lengua, tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un escritor tan grande como Vargas Llosa: tan grande y tan rico de aventura.

Entrevista para El País

https://elpais.com/cultura/2025-04-14/mario-vargas-llosa-el-despertar-de-una-vocacion.html?autoplay=1